Fiesta de la Ascensión de Nuestro Señor

Fuente: FSSPX Actualidad

Atravesando la nube que lo oculta a la mirada de los suyos, Jesús asciende al cielo, al seno de la Trinidad eterna: y la corona de la gloria eterna rodeará para siempre su divina frente.

La hora de la separación ha llegado. Jesús se levanta y todos los asistentes se disponen a seguir sus pasos. El cortejo atraviesa una parte de la ciudad, dirigiéndose hacia la puerta oriental que se abre sobre el valle de Josafat. Es la última vez que Jesús recorre las calles de la ciudad réproba. Invisible en adelante a los ojos de este pueblo que ha renegado de El, avanza al frente de los suyos, como en otro tiempo la columna luminosa que dirigió los pasos del pueblo israelita.

¡Qué bella e imponente es esta marcha de María, de los discípulos y de las santas mujeres, en pos de Jesús que no debe detenerse más que en el cielo, a la diestra del Padre! La piedad de la edad media la celebraba en otro tiempo por una solemne procesión que precedía a la Misa de este gran día. ¡Dichosos siglos, en que los cristianos deseaban seguir cada uno de los pasos del Redentor!

¿No había dicho Jesús a sus discípulos: “¿Si me amaseis, os alegraríais de que fuese a mi Padre?'”. Ahora bien, ¿quién amó más a Jesús que María? El corazón de la madre estaba pues alegre en el momento de este inefable adiós. María no podía pensar en sí misma, cuando se trataba del triunfo debido a su hijo y a su Dios.

El cortejo ha atravesado el valle de Josafat y ha pasado el torrente del Cedrón; se dirige por la pendiente del monte de los Olivos. ¡Qué recuerdos vienen a la memoria! Este torrente, del que el Mesías había bebido el agua fangosa en sus humillaciones, se ha convertido hoy para Él en el camino de la gloria. Así lo había anunciado David (Sal 109).

Después de haber franqueado un espacio que San Lucas calcula como el que les era permitido recorrer a los judíos en día de Sábado, se llega al terreno de Betania a esta aldea en que Jesús buscaba la hospitalidad de Lázaro y de sus hermanas. Desde este rincón del monte de los Olivos se dominaba Jerusalén que aparecía majestuosa con su templo y sus palacios.

La patria terrestre hace aún palpitar el corazón de estos hombres; por un momento olvidan la maldición pronunciada sobre la ingrata ciudad de David. El delirio de la grandeza mundana de Jerusalén les ha seducido de repente y osan preguntar a Jesús su Maestro: “Señor, ¿es este el momento en que establecerás el reino de Israel?”

Jesús responde a esta pregunta indiscreta: “No os pertenece saber los tiempos y los momentos que el Padre ha reservado a su poder.” Estas palabras no quitaban la esperanza de que Jerusalén fuese un día reedificada por Israel convertido al cristianismo; pues este restablecimiento de la ciudad de David no debía tener lugar más que al fin de los tiempos. 

La conversión del mundo pagano, la fundación de la Iglesia era lo que debía preocupar a los discípulos. Jesús los lleva inmediatamente a la misión que les dio momentos antes: “Vais a recibir, les dice, el poder del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra'” (He. 1, 6-8).

Según una tradición que remonta a los primeros siglos del cristianismo, era el medio día la hora en que Jesús fue elevado a la cruz cuando, dirigiendo sobre la concurrencia una mirada de ternura que debió detenerse con complacencia filial sobre María, elevó las manos y les bendijo a todos. En este momento sus pies se desprendieron de la tierra y se elevó al cielo. Los asistentes le seguían con la mirada; pero pronto entró en una nube que le ocultó a sus ojos (He. 1).