La planificación natural y la anticoncepción

Los métodos naturales para la planificación familiar no deben ser entendidos como una simple técnica para no procrear, ecológicamente privada de efectos secundarios, sino como medios para ejercitar el autodominio, es decir, la capacidad de poner freno a nuestros impulsos instintivos para someterlos a la guía de la razón y dirigirlos para bien.

Cae en nuestras manos el suplemento del milanés Filrouge-Filo diretto con... (nº 52, año X, 20 de marzo de 1995), en cuya pág. 4 leemos el titular siguiente: «Los métodos naturales: un camino de huma­nización».

Una vez afirmada «la precisión y la validez» de los llamados métodos naturales de anticoncepción, pasa a ilustrar «la profundidad del valor de estos métodos, que no deben ser entendidos como una simple técnica para no procrear, ecológicamente privada de efectos secundarios». No: dichos métodos -se nos explica- son medios ascéticos: medios para «ejercitar el autodominio, es decir, la capacidad de poner freno a nuestros impulsos instintivos no con el fin de negarlos, sino para someterlos a la guía de la razón y dirigirlos para bien». ¿Y cuál es ese «bien»? Es el amor personal entre los esposos: «sólo sabe amar quien sabe dominar su propio impulso sexual», porque «el impulso instintivo en el campo sexual empuja a todo ser humano a satisfacer sus propias necesidades físicas y afectivas, y no a encontrar al ‘tú’ amado». Por ello es necesario «el ejercicio del autodominio, que sabe imponerse una renuncia por un bien mayor: el amor por el propio esposo o la propia esposa (...). Esta actitud interior de disponibilidad al sacrificio con vistas a un bien mayor es lo que caracteriza a la persona libre: libre de condicionamientos externos e internos (impulsos) y libre para realizar un proyecto de amor con su esposo o con su esposa». En conclusión, «los métodos naturales, mucho más que una técnica para regular los nacimientos, son un estilo de vida para la pareja respecto a su propia sexualidad. Este estilo de vida puede ser educado mediante la pedagogía de los métodos naturales, que se convierten así en una ocasión de crecimiento para los esposos que emprenden este camino comprometidamente y bajo la guía de instructores diplomados en la enseñanza de tales métodos» (¡que son así promovidos al papel de directores espirituales!).

De este modo, la mentalidad maltu­siana*, que ve en el bonum prolis [bien de los hijos] un mal que debe evitarse (mentalidad que se difunde sin freno en un mundo católico cada vez más «enemigo de la Cruz» (Flp 3, 18), presenta la limitación de los nacimientos con apariencia de bien. Sin embargo, de entre los vestidos del asceta despunta la cola del diablo: se trata, en efecto, de una «ascética» que contradice los principios más elementales de la ascética católica, que no tiene en cuenta el Magisterio de la Iglesia, y que desemboca... ¡a la anticoncepción!

Una propaganda «ni justa ni conveniente»

Entretanto, observamos que desde el principio estos «apóstoles» de la «ascética» conyugal, con su propagada indis­criminada y (peor aún) incondicional de los llamados «métodos naturales», frecuentan un camino condenado por el Magisterio.

Cuando Pío XII afrontó el problema de la licitud de los «métodos naturales»1, aconsejó no dejarse «arrastrar a una propaganda que no sea ni justa ni conveniente» (nº 22) de dichos métodos. La razón es evidente: dichos métodos son lícitos en «casos de fuerza mayor» (nº 15), cuya seriedad debe ser examinada con atención, dado el peligro para la mayoría de los cónyuges de ampliar en exceso los motivos por los cuales se recurre a la continencia periódica. Así, pues, callar sobre la necesidad de estos motivos y de su imprescindible gravedad, única que puede hacer lícito el uso de los “métodos naturales”, es incitar al pecado bajo un pretexto “ascético”.

Deshonestidad del lenguaje

Los «métodos naturales» -se nos dice- «no deben ser entendidos como una simple técnica para no procrear, ecológicamente privada de efectos secundarios».

¿«Métodos naturales»? ¿Y por qué no decir honestamente «métodos naturales de anticoncepción»? Porque de eso se trata en realidad cuando se calculan en sentido anticoncepcional los días fecundos e infecundos de la mujer, para evitar los primeros y utilizar los segundos. La limitación sistemática de las relaciones conyugales sólo a los periodos en los que la mujer es infecunda es una clara manifestación de la voluntad de no procrear, es decir, de no cumplir el fin primario de la unión conyugal. Ahora bien, si esa voluntad no está justificada por la imposibilidad moral (o física) de cumplir el mencionado deber (condición que callan nuestros «ascetas»), los llamados «métodos naturales» se convierten exactamente en «una simple técnica para no procrear, ecológicamente privada de efectos secundarios», y el pretendido esfuerzo ascético se revela como un cálculo egoísta y una búsqueda sistemática del placer gratuito. En resumidas cuentas, «un hedonismo velado de pseudomisticismo»2. En palabras de Pío XII, «si no hay, según un juicio razonable y equitativo, tales graves razones personales o derivadas de las circunstancias exteriores, evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivar una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas» (nº 28). ¡Algo muy distinto de un «estilo de vida» ascético!

¿Ascética o egoísmo de pareja?

¿Qué ascética es, pues, aquella -seguimos preguntando- que se propone como fin, no la perfección del amor a Dios, sino la del amor humano? Es indudable que si el amor hacia el propio cónyuge se eleva a caridad, se convierte en un medio para alzarse hasta el perfecto amor de Dios; pero sólo en un medio (no en el fin), y después del pecado original será más fácil que dicho medio se convierta en un obstáculo al amor de Dios («he tomado mujer, y por esto no puedo ir», Lc 14, 20), de donde proviene el consejo evangélico de la castidad perfecta. Hacer del «amor por el propio esposo o la propia esposa» el fin del esfuerzo ascético es poner a una criatura en el lugar de Dios; es idolatrarla, no amarla.

Además, en este «amor entre dos», asumido como finalidad del «ejercicio del autodominio» practicado mediante los «métodos naturales», no encuentran lugar los hijos (y es lógico, tratándose de métodos naturales de anticoncepción): «el ‘tú’ amado»... «el amor por el propio esposo o la propia esposa»... «la persona libre (...) para realizar un proyecto de amor con su esposo o con su esposa»... ¡Como si el amor entre los cónyuges se avivase y se cimentase no en la generosidad de la creación, sino en el egoísmo de evitarla! ¡Como si el amor conyugal tuviese su razón de ser en sí mismo, y no en la procreación y educación de los hijos!

Detrás de fábula romántica subyace un error ya condenado

El pretendido «ascetismo» de los «métodos naturales» nos sitúa en pleno error «personalista»; error que, contradiciendo la doctrina tradicional de la Iglesia, considera como fin primario del matrimonio la plenitud personal de los cónyuges en el amor mutuo. En esta perspectiva, «si de este completo don recíproco de los cónyuges surge una vida nueva, ésta es un resultado que queda fuera, o, cuando más, como en la periferia de los ‘valores de la persona’; resultado que no se niega, pero que no se quiere que esté en el centro de las relaciones conyugales» (nº 32).

Este error, surgido en Alemania en la primera mitad de este siglo y propugnado por no pocos autores a quienes admiran los actuales cultivadores de la «nueva teología» (Romano Guardini, Max Scheler, etc.), fue condenado por el Santo Oficio (29 marzo y 1 abril de 1944), el cual reafirmó que «la misma estructura interna de la disposición natural revela lo que es patrimonio de la tradición cristiana, lo que los Sumos Pontífices han enseñado repetidamente» (nº 35): que el fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole, y que su fin secundario (el perfeccionamiento y amor mutuo de los cónyuges) se orienta y está subordinado a dicho fin primario.

Por el contrario, en el error personalista «se hace acopio de toda una provisión de seductoras observaciones y argumentos para justificar el castillo encantado de una vida conyugal que querría agotar, en un sistema de vida principalmente ‘entre dos’, toda aquella riqueza de dones, de cualidades y de energías, con que la naturaleza y la gracia han acompañado tan evidentemente a la multiplicación de la vida» (Palazzini, op. cit., pág. 729). Pero tras la fábula romántica del «proyecto de amor» con el «tú amado», no es difícil descubrir la escuálida realidad de un egoísmo «entre dos», que Pío XII citaba a los recién casados como «el mayor enemigo» y «el veneno» del amor conyugal: «dos egoísmos odian el sacrificio de sí mismos; no constituyen aquella sólida amistad de dos cónyuges, en la que no hay más que un querer y un no querer, en la que todo es común, la alegría y el dolor, el trabajo y la ayuda. El amor propio desune la vida común; y si el egoísmo del marido no está siempre a la par del egoísmo de la mujer, con todo, a veces los dos egoísmos corren parejos en la culpa»3. Es precisamente lo que ocurre con el uso injustificado de los métodos naturales de anticoncepción.

Denigración del matrimonio

Según el pensamiento de los «ascetas» de los métodos naturales, quien no usa sistemáticamente dichos métodos, sino que trae al mundo a los hijos como Dios manda, no tendría ocasión de «crecimiento» ni ocasión para ejercitar el «autodominio», y se hallaría destinado a permanecer a merced de sus «impulsos instintivos» sin posibilidad de «someterlos a la guía de la razón y dirigidos para bien».

Pero, ¿qué concepción tienen del matrimonio, y del sacramento del matrimonio, estos «ascetas»? ¿La de una aprobación de la desmedida satisfacción de todos los «impulsos instintivos»? El matrimonio, incluso como simple contrato natural, sella la victoria de la razón sobre el instinto, porque somete a una regla moral la satisfacción de los impulsos sexuales, y precisamente «no con el fin de negarlos, sino para someterlos a la guía de la razón y dirigirlos para bien»: un bien que no es el egoísmo de la pareja, sino el bonum prolis, el bien de aquellos hijos que los «métodos naturales» intentan limitar, si no eliminar (...).

Pero el matrimonio cristiano es mucho más: es un sacramento y confiere a los esposos el aumento de la gracia santificante, con el derecho a todas las gracias actuales para vivir con santidad en el estado matrimonial. Es la gracia sacramental (no los llamados «métodos naturales») la que capacita a los esposos para el «autodominio». «Entre ellos [los cristianos] se aprecia un sabio dominio de sí mismos y el ejercicio de la continencia, se observa la monogamia y se practica la castidad»4, podían decir los apologistas a los paganos sin temor a ser desmentidos; aquellos primeros cristianos no conocían los «métodos naturales» y se atenían simplemente a las enseñanzas de San Pablo: «por razón de la fornicación, cada uno conserve su propia mujer y cada una conserve su propio marido. El marido a la mujer páguele lo que le es debido, e igualmente también la mujer al marido (...). No os defraudéis el uno al otro, a no ser de común acuerdo por un tiempo, con el fin de vacar a la oración [es la única ‘continencia periódica’, o mejor, temporal, contemplada por el Apóstol], y luego tornar a jun­taros, no sea que os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia» (I Co 7, 2-5).

Por este camino (que sí es natural) y por el camino heroico de la continencia verdaderamente ascética, los primeros cristianos (y luego todos los buenos cristianos) encontraron un sabio dominio de sí mismos, ejercitaron la continencia, practicaron la castidad según su estado, y transformaron la sociedad pagana en cristiana. Si hoy ya no es así, es porque los cristianos, no viviendo ya una vida cristiana, no viven ni siquiera el matrimonio cristiano.

Denigración del matrimonio fecundo

Más aún: ¿qué «ascética» es esa que enseña a eludir el cumplimiento o, cuando menos, el cumplimiento generoso de los deberes del propio estado conyugal?  

La ascética en sí misma no es un fin, es un medio: tiene como fin disponernos a cumplir la voluntad de Dios, aun cuando ésta exija de nosotros un esfuerzo. El amor de Dios no consiste en «ejercitar el autodominio», sino en cumplir la voluntad de Dios.

Ahora bien, ¿dónde se anuncia, se expresa, o se manifiesta en concreto esa voluntad de Dios para cada hombre? Es evidente, o al menos debería serlo: la voluntad de Dios se expresa y manifiesta concretamente en los deberes del propio estado, los cuales determinan para cada hombre cómo observar en concreto los mandamientos de Dios y en qué medida practicar los consejos evangélicos, que también los laicos, para salvarse, deben amar y practicar en cierta medida (medida dictada precisamente por los deberes del propio estado).

Ahora bien, el deber de estado de los cónyuges, su «oficio» específico, es ser autores y educadores de nuevas vidas, y por tanto deben salvarse y santificarse por ese camino. «Quien permanece esclavo de sus instintos, no ama», dicen los «ascetas» de los métodos naturales. Es cierto, pero es asimismo verdad que toda persona casada está llamada a liberarse de la esclavitud de los instintos y del propio egoísmo mediante la procreación y educación de los hijos (I Ti 2, 15); y esta liberación se realiza en la medida de la generosidad con la cual se abrazan las responsabilidades, cargas y sacrificios de la paternidad y de la maternidad, y no con el uso de los denominados «métodos naturales», cuyo fin, por el contrario, es eludir o al menos limitar esas responsabilidades, cargas y sacrificios. El pretendido «ejercicio de autodominio» de los «métodos naturales» se revela así como lo que es: un pretexto para sustraerse a los deberes del estado conyugal, en los cuales Dios ha dispuesto ocasiones sobreabun­dantes para ejercitarse en el «autodominio», comenzando por la continencia periódica impuesta por el embarazo y el alumbramiento, que puede exigir hasta el sacrificio de la misma vida, hasta un último acto de amor hacia los propios hijos, que corona una vida consumida para ellos en la donación y el olvido de sí mismo.

Mentira e ilusión

«La vida conyugal, el lazo indisoluble del matrimonio, pide que se sacrifique el amor propio al deber, al amor de Dios, que ha elevado y consagrado vuestros latidos comunes al amor de los hijos para quienes habéis recibido la bendición del sacerdote y del cielo (...). Ante una cuna, amados recién casados, renovad la consagración de vuestro amor, haced holocausto de vuestro amor propio con todos sus sueños», dijo Pío XII a los recién casados (nº 12).

En realidad la esencia del amor de Dios es única, tanto para los cónyuges como para las almas consagradas, y consiste en sacrificar la propia voluntad y el propio egoísmo para abrazar la voluntad de Dios en el cumplimiento de los deberes del propio estado: «¡pobres deberes de estado! ¡Con cuánta frecuencia los ignoramos! ¡Qué mal los comprendemos! ¡Cómo los falsifica nuestro interés personal! ¡Cuántas veces nos creamos deberes especiales, en modo alguno legítimos y ni nos percatamos de los que son reales! ¡Ah, si conociese perfectamente mis deberes de estado! (...) ¿La voluntad de Dios no lo incluye todo? Fuera de ella, ¿qué puedo buscar sino mi voluntad, descuidando la de Dios? He aquí la perfidia del demonio y la estulticia de mi orgullo. Bajo capa de un bien mayor, soy llevado a hacer mi voluntad, perdiendo de vista la regla suma y única, que es la voluntad de Dios»5. Por esta vía de la mentira o de la ilusión, los «ascetas» de los métodos naturales se sustraen, y enseñan a los demás a sustraerse, a la donación total de sí mismo que exige el cuidado de una familia numerosa (si Dios lo quiere), con todos los sacrificios, incluso económicos, que comporta. Se trata pues de una «ascética», la de los «métodos naturales», al servicio del egoísmo, y que osa incluso hacer ostentación de la superioridad de su «autodominio» por encima de los cónyuges que generosa y cristianamente cumplen su deber de estado sin rehuir las responsabilidades, las cargas y los sacrificios.

Maltusianos, no cristianos

Cuando Pío XII, el 29 de octubre de 1951, pronunció el famoso discurso a las comadronas, cerró la «vía ancha» que algunos teólogos habrían querido abrir aprobando el empleo sistemático de los métodos naturales sólo por ser naturales6: «el solo hecho -dijo Pío XII- de que los cónyuges no ataquen a la naturaleza del acto y estén prontos a aceptar y educar al hijo que, no obstante sus precauciones, viniese a la luz, no bastaría por sí sólo a garantizar la rectitud de la intención y la moralidad rigurosa de los motivos mismos» (nº 26).

En efecto, se puede respetar las leyes de la naturaleza, pero pecar contra el deber de la fecundidad; se puede no pecar en el medio, pero pecar con relación al fin. El matrimonio -insistió Pío XII- concede derechos porque impone el deber de la procreación propio del estado conyugal, y por tanto sólo se está dispensado de dicho deber (como de cualquier otro) en aquellos casos en que, a pesar de la buena voluntad, exista la imposibilidad física o moral de cumplirlo.

Pero los teólogos de la «vía ancha» han ensombrecido esta apelación de Pío XII al deber de fecundidad propio del estado conyugal, en virtud del cual la familia numerosa se constituye en norma si no intervienen «casos de fuerza mayor». Resultado: hoy la moral conyugal se reduce al único problema de cómo «planificar» la familia, es decir, cómo limitar el número de hijos, conciliando moralidad, comodidad y disfrute. Con tal fin se apela cada vez más a esas «indicaciones» que cita Pío XII, olvidando que éstas deben ser proporcionadas a la gravedad del deber del cual eximen: el deber de fecundidad propio del estado conyugal. Esta mentalidad de «creer y practicar lo mínimo» (Card. De Lai) es la ancha y espaciosa senda que conduce a la perdición (cf. Mt 7, 13).

Cuando Nuestro Señor Jesucristo dice «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48), no se dirige exclusivamente al clero o a los religiosos, se dirige a todos, incluidos los esposos. Cuando dice «bienaventurados los pobres de espíritu (...) bienaventurados los mansos (...) bienaventurados los limpios de corazón» (Mt 5, 1-12), no se dirige sólo a los religiosos, sino a todos, incluidos los cónyuges. Para salvarse, todos los cristianos, aunque estén casados, deben amar y practicar, según su estado, no los tres votos religiosos, sino las tres virtudes a las que tienden los religiosos por medio de los votos: pobreza, aun sin renunciar a la propiedad; castidad, aun sin renunciar al matrimonio; obediencia, aun sin renunciar a la legítima independencia. Y si todos, para salvarse, deben amar estas virtudes, es porque, al oponerse a las tres grandes concupiscencias (concupiscencia de los bienes terrenos y de la carne, y soberbia de la vida), nos ponen a distancia de seguridad del pecado y remueven los tres obstáculos que se oponen principalmente al amor a Dios y al prójimo, y por consiguiente a la propia salvación. Así pues, si el número de hijos obliga a eliminar lo superfluo, los esposos cristianos verán en ello una ocasión para practicar la virtud de la pobreza según su estado, y se guardarán bien de excusarse con el pretexto de una inexistente «indicación socioeconómica».

Y que casi siempre esa «indicación económica» es inexistente, lo demuestra una reflexión sencillísima: ¿cómo es que la familia numerosa no asustaba a los abuelos, materialmente más pobres, y asusta hoy a los nietos, mucho más acomodados? Evidentemente, porque los nietos han atado su corazón al bienestar, y tienen miedo de los hijos porque tienen miedo de ya no poder permitirse tener coche (o varios coches), lavaplatos o televisión, de no poder comer bien, de renunciar a las vacaciones, de no poder disponer de un hermoso guardarropa... en resumen, de no tener suficiente dinero y libertad para disfrutar de la vida.

Y lo mismo puede decirse de la llamada «indicación médica» (grave peligro para la salud o la vida de la madre). ¿Cómo explicar que la maternidad numerosa no asustase a las abuelas, que a veces no podían contar con una asistencia médica y hospitalaria como la que pueden disfrutar hoy sus nietas? Evidentemente, porque las abuelas eran más generosas y más dispuestas al sacrificio que sus nietas. Con lo cual no pretendemos excluir aquellos casos patológicos, pero por ello excepcionales, que son diagnosticados por un médico católico cualificado y en los cuales los esposos cristianos de verdad verán una llamada al ejercicio (tal vez heroico) de la castidad según su estado.

Y ya ni mencionamos el pretexto de no poder asegurar a los hijos una «educación conveniente» («indicación social»), bajo el cual se enmascara el orgullo paterno y materno que ambiciona para sus hijos un futuro fuera del orden asignado para ellos por la Divina Providencia, a menudo incluso con la ruina temporal de esos mismos hijos.

Ni tocamos tampoco la llamada «indicación eugenésica» (peligro de malformaciones en la prole), que parece olvidar por completo que, en palabras de Pío XI, «los hombres no se engendran principalmente para la tierra y el tiempo, sino para el cielo y la eternidad»7.

No negamos que, dejando aparte las exageraciones de una ciencia a menudo demasiado orgullosa y atea, puedan darse y realmente se den casos que deben examinarse con la debida seriedad a la luz no sólo de la ciencia (la verdaderamente tal), sino también y ante todo a la luz de las superiores normas morales. Pero nos importa subrayar una vez más que estos casos son excepcionales, no la norma; y que por tanto, cuando la mayoría (por no decir todos) alega esas diversas «indicaciones» (económica, social, médica, eugenésica), es para pensar que los cristianos ya no son cristianos, sino maltusianos: maltusianos en su egoísmo y maltusianos en su falta de confianza en la Divina Providencia. «Antes de afirmar categóricamente una imposibilidad en este campo, hay que asegurarse de que el egoísmo, el deseo de una vida tranquila, el instinto de gozar y de padecer el mínimo esfuerzo, no son en definitiva las causas que determinan tanta limitación de nacimientos»8; y cuando se impusiesen «casos de fuerza mayor», el sentimiento de los buenos cristianos, el signo de su «buena voluntad» y de su sincera disponibilidad a cumplir la voluntad de Dios en su estado conyugal, se da, como para las parejas físicamente imposibilitadas de tener hijos, la lamentación, porque «alegarse de poder evitar -gracias a los métodos naturales- lo que el lenguaje egoísta del mundo moderno llama ‘cargas ‘, no es de buenos cristianos»9; es propio de maltusianos.

Paulinus


NOTAS

* N. del T.: De Thomas Robert Malthus, economista inglés que en su Ensayo sobre el principio de la población (1798), planteó la necesidad de emplear medios coactivos para impedir las consecuencias de una abundancia de población. Para una crítica del maltusianismo desde el punto de vista económico, vs. Juan Velarde, El secular debate sobre población y desarrollo, Univ. Pont. Comillas, Madrid, 1997.

1 Pío XII, «Discurso a las comadronas católicas sobre la moral en la vida matrimonial», 29-10-1951, en Gabino Márquez, S .I., Las grandes encíclicas sociales, Ed. Apostolado de la Prensa, Madrid, 1961, Ap. II, pp. 514-540. 

2 P. Palazzini, en I Sacramenti, dirigida por A. Piolanti, Ed. Coletti, Roma, 1959.

3 Pío XII, Discurso Se grande a unos recién casados, 17 de junio de 1942, n. 11, en Augusto Sarmiento-Javier Escrivá Ivars, Enchiridion familiae, Ed. Rialp, Madrid 1992, t. II, págs. 1137-1138.

4 Teófilo de Antioquía, Ad Autol. III, 15; cfr. Minucio Félix, Octavius, 31, 5.

5 F. Pollien, La vita interiore semplificata e ricondotta al suo fondamento.

6 Vs. G.B. Guzzetti, Matrimonio, Famiglia, Verginità, Ed. Marietti, 1957, pp. 319 y ss.

7 Pío XI, Casti Connubii, n. 43, en Gabino Márquez, S.I., op. cit., p. 414.

8 A. Christian, Focolare, Casa di Dio, trad. it., Ed. Marietti, Turín, 1956, p. 187.

9 Duval-Aumont, I problemi della natalità nella famiglia, Ed. Paoline, Alba, 1950, p. 7.

Lo que caracteriza al sistema de la continencia periódica es que incluye una doble finalidad: una positiva y otra negativa. No consiste, como su nombre podría dar a entender, en algo meramente negativo, en una simple abstención del acto conyugal en determinados días. No, lo que el sistema pretende es un positivo ejercicio de los derechos conyugales y del placer unido a ellos, e incluso un cumplimiento de los fines secundarios de la vida sexual (en especial expresar y demostrar el amor mutuo), junto con la voluntad negativa de evitar la procreación, su fin primario. Y es precisamente esta conexión entre los dos fines la que crea dificultades en cuanto a su valoración.

Un principio fundamental para la solución de este problema moral es el deber positivo que tienen los esposos que ejercitan con regularidad los derechos conyugales, de cooperar mediante estos actos a la procreación de una nueva vida, principio a menudo descuidado, cuestionado, o incluso negado sin más. La vida sexual fue instituida primordial y fundamentalmente para un fin que trasciende la persona humana: la procreación. Tras esta finalidad esencial vienen otros fines secundarios, que se refieren más bien al modus quo del acto procreador. Pero utilizar (con un acto positivo de la voluntad) la vida sexual sólo para los fines secundarios, excluyendo eficazmente su fin primario, es una inversión irracional del orden establecido por Dios.

J. Vissier, C.SS.R. (Continenzia periodica, en Problemi di vita coniu­gale, Ed. Sales., Roma, 1955).