La vocación no deja de ser libre

¡Joven, si tú quieres…!

He aquí un joven cualquiera, despierto, inteligente. Se casaría de buena gana. Varias muchachas le están rondando. No tendría más que hacer un gesto.

Pero, impresionado por la falta de obreros evangélicos, por el gran número de almas que se pierden por falta de apóstoles, entrevé todas las consecuencias que tendría para la salvación de las almas si consagrara toda su vida al servicio de Dios y renunciara a las lícitas alegrías del matrimonio… Ve las consecuencias de este don de sí mismo en un Francisco Javier, en un Juan Bosco, en un Vicente de Paúl, en un Juan María Vianney. Y se dice a sí mismo: “¿Y por qué yo no…?”

Reúne las cinco señales o condiciones indicadas más arriba:

1º Comprende la eficacia que tendría su sacrificio para el servicio de Dios y de la Santa Iglesia: ¡Tantas familias transformadas…! ¡Y cómo él mismo se santificaría mejor…!

2º Tiene las disposiciones necesarias.

3º Si se entrega a Dios, está decidido a cumplir, con la ayuda de la gracia, las obligaciones que correspondan.

4º No hay “contraindicaciones”.

5º Puede encontrar fácilmente un Obispo o una Congregación que lo acepte.

¿Este joven puede preguntarse: “¿Dios me llama? ¿Le entrego mi vida? ¿Me doy a su servicio?”

¡Por supuesto que sí! Este joven puede considerar como dirigidas a él mismo las palabras del divino Maestro: “Si vis…! ¡Si quieres, vende todos tus bienes, dáselos a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; y luego ven y sígueme…!”

“Ningún motivo, dice San Ignacio, debe determinarme a escoger o rechazar estos medios, sino sólo el servir y alabar a Dios Nuestro Señor y la salvación eterna de mi alma” (nº 169).

Santo Tomás dice que hacen falta más razones para no hacerse religioso que para hacerse religioso (léase todo el artículo 10 de la Suma Teológica, Secunda Secundae, cuestión 189). En ese mismo artículo repite varias veces: “Sobre todo, no vayas a buscar consejo en aquellos que puedan impedírtelo”, y cita estas palabras de San Jerónimo: “Así que apresúrate, y si te encuentras en medio de las olas, corta la soga en vez de perder el tiempo en desatarla”.

Así pues, una vez que hayáis resuelto la cuestión de la vocación delante de Dios, dejad de consultar aquí y allá y de dudar… Esta es una treta clásica del demonio para enredar y desalentar a gran número de jóvenes.

Los padres no tienen derecho a impedir que un hijo se entregue a Dios, ni siquiera a exigirle un tiempo de espera demasiado largo (por ejemplo, a que haya terminado sus estudios o tenga una buena posición económica…). Esto es un abuso del que tendrán que dar cuenta a Dios. El joven que, llamado por Nuestro Señor, le pidió la dilación necesaria para enterrar a su padre y a su madre antes de seguirle, no volvió luego (Mateo 8, 21-22).

Que el joven que siente el llamado no haga esperar a Dios, sino que se entregue generosamente a Cristo, apenas se le haya clarificado el tema de la vocación, y pase a su realización en cuanto pueda. No hay que hacer esperar a Nuestro Señor.

¡Así, pues, joven… decídete!

San Ignacio te pregunta (nº 185,187):

—“A un joven que estuviera en tu misma situación, ¿qué le aconsejarías hacer para la mayor gloria de Dios y la mayor perfección de su alma?”

—“En el día de tu muerte, ¿qué querrías haber elegido hoy?”

—“Tus diversos argumentos en favor o en contra de la vocación, sean los que sean, ¿qué valen delante de Dios?”

Y no lo dudes más. Obra en consecuencia. Si vis…! Comprende la gracia, comprende el honor que se te hace. “No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que Yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis, y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Juan 15, 16).