Carta del Superior General a los amigos y bienhechores, n° 89

Queridos fieles, amigos y bienhechores:

Durante mucho tiempo, he querido dirigirle estas pocas palabras. En efecto, nos encontramos ahora en medio de dos aniversarios importantes: por una parte, hace cincuenta años, se promulgó la nueva misa, y con ella se impuso a los fieles una nueva concepción de la vida cristiana, adaptada a las así llamadas exigencias modernas. Por otra parte, este año celebramos el 50° aniversario de la fundación de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. Huelga decir que estos dos aniversarios tienen una relación estrecha, ya que el primer acontecimiento exigía una respuesta proporcionada. Quisiera hablarles de esto para sacar algunas conclusiones válidas para el presente, pero antes quisiera retroceder en el tiempo, porque este conflicto que se manifestó hace cincuenta años ya había comenzado, de hecho, durante la vida pública de nuestro Señor Jesucristo.

En efecto, cuando nuestro Señor anunció por primera vez a los Apóstoles y a la muchedumbre que lo escuchaba en Cafarnaúm el gran don de la Misa y de la Eucaristía, un año antes de su Pasión, algunos se apartaron de él, mientras que otros se apegaron a él de manera más radical. Esto es paradójico, pero fue la idea misma de la Eucaristía la que provocó el primer "cisma" y, al mismo tiempo, empujó a los Apóstoles a adherirse definitivamente a la persona de nuestro Señor.

Así es como San Juan refiere las palabras de nuestro Señor y la reacción de sus oyentes: “Quienquiera come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el Pan que bajó del cielo. No es como el maná que comieron sus padres, después del cual murieron. Quienquiera coma este pan vivirá para siempre. Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaúm... Y muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: “Esta es una palabra dura, ¿quién puede oírla?” (...) Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo” (Jn. 6, 57-61, 67).

Intentemos responder a tres preguntas que se llaman mutuamente. ¿Por qué se escandalizaron los judíos y qué rechazaron desde entonces? ¿Qué rechaza a su vez el cristiano moderno? ¿Qué debemos hacer para no caer en este antiguo error?

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El Evangelio nos dice que los judíos se escandalizaron porque no podían entender cómo nuestro Señor podía darles su carne para comer. Y nuestro Señor, ante esta dificultad, en lugar de darles explicaciones más accesibles racionalmente, insistió más, reafirmando varias veces la necesidad de comer su carne y beber su sangre para tener la vida eterna. De hecho, lo que les faltó a los judíos fue la disposición y la confianza para dejarse guiar por nuestro Señor, a pesar del milagro que acababan de presenciar (cf. Jn. 6, 5-14). En una palabra, les faltaba la fe con la que el Padre introduce a las almas en el misterio de la salvación: “La voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y yo mismo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 40). Al hacerlo, los judíos ya rechazaban lo que un año más tarde rechazarían definitivamente: el sacrificio de la Cruz, cuya continuación es la Misa, y el fruto, la Sagrada Eucaristía. Rechazaron de antemano la economía de la Cruz, que se vuelve incomprensible sin una mirada de fe. Para ellos, la Cruz sería un escándalo, como lo fueron las palabras de nuestro Señor anunciando la Sagrada Eucaristía. De modo que son dos manifestaciones del mismo “escándalo”. En efecto, no se puede amar la Eucaristía si no se ama la Cruz, y no se puede amar la Cruz si no se ama la Eucaristía.

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Y por su parte, ¿qué rechaza el cristiano moderno? También se niega a entrar en la economía de la Cruz, es decir, a incorporarse al sacrificio de nuestro Señor, que se renueva en el altar. Esta perspectiva lo escandaliza de nuevo hoy. No puede entender cómo Dios puede pedirle tal cosa, porque ya no entiende cómo Dios Padre pudo pedirle a nuestro Señor que muriera en la Cruz. De esta manera, su concepción de la vida cristiana cambia irremediablemente. Ya no acepta la idea de completar en sí mismo lo que falta a los sufrimientos de Cristo (cf. Col. 1, 24). Así, gradualmente, el espíritu de la Cruz es reemplazado por el del mundo. El profundo deseo de ver el triunfo de la Cruz da paso a un vago deseo de ver un mundo mejor, una tierra más habitable, el respeto del ecosistema, una humanidad mejor, pero ya sin saber con qué fin ni por cuáles medios. Así pues, desde el momento en que esta nueva perspectiva propia del cristiano moderno carece de sentido y lleva a la indiferencia, toda la Iglesia, con su jerarquía y sus fieles, pierde su razón de ser, entra en una profunda crisis y busca entonces desesperadamente darse una nueva misión en el mundo, porque ha abandonado la suya, la que sólo busca el triunfo de la Cruz por medio de la Cruz. Inevitablemente, en esta nueva concepción de la vida cristiana y de la Iglesia, el Santo Sacrificio de la Misa ya no tiene su lugar, porque la Cruz misma ya no lo tiene. En consecuencia, la carne y la sangre de Cristo, que se supone que los hombres deben comer y beber para tener la vida eterna, adquirirá un nuevo significado. La nueva misa no es sólo un nuevo rito, sino que es la última expresión de la infidelidad a la Cruz, tal como nuestro Señor la había predicado a los judíos y como los Apóstoles la habían predicado a la naciente Iglesia. Tenemos aquí, al mismo tiempo, la clave de interpretación de los últimos cincuenta años de la historia de la Iglesia y la de la mayoría de los errores y herejías que la amenazan desde hace dos mil años.

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Pero entonces, ¿qué debemos hacer en 2020 para mantener el espíritu de la Cruz y un amor incondicional por la Eucaristía? Porque tarde o temprano la misma tentación que alejó a los judíos de nuestro Señor nos alcanzará por otros medios, y nuestro Señor nos preguntará como preguntó a los Apóstoles: “¿También ustedes quieren irse?” (Jn. 6, 68) ¿Cómo podemos estar siempre listos para responder como San Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Cristo, el Hijo de Dios.” (Jn. 6, 69-70)?

La respuesta a esta pregunta primordial se encuentra en la verdadera participación en el sacrificio de la Misa y en una vida verdaderamente eucarística. La Santa Misa renueva nuestras almas en la medida en que entramos en el misterio de la Cruz, haciéndolo nuestro, no sólo asistiendo a un rito que expresa nuestra fe en el Sacrificio, sino entrando nosotros mismos en ese Sacrificio, de manera tal que se hace perfectamente nuestro, mientras que permanece perfectamente de nuestro Señor. Para lograrlo, para ofrecernos con nuestro Señor, es necesario ante todo aceptar sinceramente la Cruz, con todas sus consecuencias. Se trata de desprenderse de todo para poder ofrecer verdaderamente todo con y a través de nuestro Señor: nuestro ego, nuestra voluntad, nuestro corazón, nuestras aspiraciones, nuestras ambiciones, nuestros afectos, en una palabra, lo que somos y lo que tenemos, e incluso nuestras frustraciones.

Con estas predisposiciones, cuando el Hijo se ofrece al Padre, nosotros también estamos en el Hijo, porque la Cruz nos une a él y fusiona nuestra voluntad con la suya. De esta manera, estamos listos para ser ofrecidos al Padre con él. No podemos ofrecernos de verdad al Padre si no somos un solo ser con Cristo. Sólo gracias a esta unión con la divina Víctima, la ofrenda de nosotros mismos adquiere un gran valor. Y esto sólo puede hacerse durante y a través de la Santa Misa.

Después de este don total de nosotros mismos, renovado en cada Misa, podemos recibir a cambio el Todo: la Sagrada Eucaristía, fruto del Sacrificio, en el que el Hijo se ofrece a sí mismo y en el que nosotros nos ofrecemos con él. La Eucaristía nos purifica, aumenta en nosotros el desagrado del mundo y nos santifica; siempre que no haya resistencia por nuestra parte al despojo radical, que es el requisito previo para esta transformación. La Santa Misa es esto, y por eso debemos redescubrir su valor cada día. Después de cincuenta años, debemos redescubrir cada vez más la grandeza de la gracia que hemos recibido y seguimos recibiendo a través de la Santa Misa de siempre.

Esto puede parecer paradójico: por una parte, la Santa Misa es siempre para nosotros el objeto de un combate en el que no podemos escatimar esfuerzos; por otra parte, la transformación que produce en el alma produce la paz inefable, cuyo autor sólo puede ser nuestro Señor. De hecho, quien recibe a nuestro Señor y vive en él, gradualmente pierde todo otro deseo. Sobre todo, ya no tiene el miedo de perder nada, incluyendo su propia vida. Por consiguiente, no queda nada en su alma que no corresponda a la voluntad de Dios. Así, el habitual malestar, proveniente de la lucha entre el hombre viejo y el hombre nuevo, ya no toca el alma transformada por la Misa y la Eucaristía. Esta alma vive en paz, pacificada como está por la Sagrada Comunión: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, pero no como la da el mundo” (Jn. 14, 27).

La Santa Comunión nos transforma, también y sobre todo, por la unión que establece con nuestro Señor: en efecto, toda la santidad y toda la vida espiritual se resumen en esta íntima unión con él, y todo lo que no apunta a esta unión no es más que palabrería. Al final, esto es lo único que le importa, y esta es la razón por la que fundó su Iglesia. Sólo espera una cosa: que esta unión sea perfecta e imperecedera en la eternidad: “Padre, quiero que aquellos que me has dado estén conmigo dondequiera que yo esté, para que vean la gloria que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo” (Jn. 17, 24).

Con la Sagrada Eucaristía comienza esta unión y prepara ya la eternidad: en efecto, la Eucaristía es la prenda de la vida eterna y el medio por el cual esta vida comienza ya aquí abajo. Quien lo recibe con las disposiciones necesarias sabe muy bien que en la Comunión se esconde la semilla de la vida eterna. La Santa Comunión hace crecer en nosotros la virtud de la esperanza, pues cada Comunión aumenta en nosotros el deseo de vida eterna y nos arraiga cada vez más en el paraíso. La eternidad es, en efecto, una comunión con nuestro Señor que nunca terminará, porque él llenará nuestras almas total y perfectamente, siendo para siempre todo en todos. La eternidad es una larga e interminable Pascua en la que nuestro Señor manifestará nuevamente su gloria, como en el día de su Resurrección, y nos asociará a su gozo y gloria. Sin embargo, esta asociación de nuestras almas con su gozo y gloria, actualmente ocultos, comienza ya por nuestra unión con Cristo escondido en la Eucaristía.

Debemos vivir de todo esto, tenemos que estar imbuidos de este amor por la Santa Misa y por la Sagrada Eucaristía, y tenemos que transmitirlo a los demás, especialmente a los más jóvenes, porque a menudo se enfrentan a la terrible elección entre nuestro Señor y el mundo. Estarán preparados para elegir a nuestro Señor en la medida en que puedan detectar en sus mayores ese amor incondicional a la Eucaristía, que no puede ser transmitido con una lección de doctrina teórica, sino con una vida verdaderamente cristiana y completamente absorta en tal ideal. La Santa Misa es mucho más que un simple rito al que estamos apegados, como nos reprochan muchos incrédulos. La Santa Misa es nuestra vida, porque Cristo es nuestra vida. Esperamos todo de él y no esperamos nada fuera de él. Y todo lo que esperamos de él, estamos seguros de encontrarlo cada día en la Sagrada Eucaristía: “Yo soy el pan de vida; el que viene a mí jamás tendrá hambre, y el que cree en mí jamás tendrá sed” (Jn. 6, 35).

Así es como debemos renovarnos constantemente para mantener el espíritu de la Cruz, que es al mismo tiempo el espíritu de penitencia y de alegría, de mortificación y de vida, de desprecio por el mundo y de amor a la Sagrada Eucaristía. Así es como debemos preparar nuestra Pascua, la que celebraremos dentro de unas semanas, pero también y sobre todo la que celebraremos en la eternidad.

¡Dios los bendiga!

Menzingen, 1° de marzo de 2020, primer domingo de Cuaresma

R. P. Davide Pagliarani

Superior General