Febrero 2021 - Carta del Superior General a los amigos y bienhechores, n° 90

Queridos fieles, amigos y benefactores,

Estamos viviendo un momento en la historia muy particular, y casi excepcional, debido a la crisis vinculada con el coronavirus y a todas las repercusiones que ésta ha tenido. En una situación así surgen mil preguntas, a las que habría que dar otras tantas respuestas. Sería utópico pretender dar una solución a cada uno de los problemas en particular, y ese no es el objetivo de estas reflexiones. Más bien quisiéramos analizar aquí un peligro que, en cierto sentido, es más grave que todos los males que afligen actualmente a la humanidad: el peligro que corren los católicos de reaccionar de manera excesivamente humana ante el castigo que aflige actualmente a nuestro mundo, que ha vuelto al paganismo por su apostasía.

Y es que, desde hace varias décadas, esperábamos un castigo divino, o alguna intervención providencial para remediar una situación que nos parecía perdida desde hacía mucho tiempo. Algunos imaginaban una guerra nuclear, una nueva ola de pobreza, un cataclismo, una invasión comunista o incluso una crisis petrolera... En definitiva, cabía esperar algún acontecimiento providencial por el que Dios castigara el pecado de la apostasía de las naciones, y provocara reacciones saludables entre las personas que estuvieran bien dispuestas. En cualquier caso, esperábamos algo que revelaría los corazones. Sin embargo, aunque no forzosamente tengan el perfil que esperábamos, los problemas que estamos viviendo desempeñan sin duda este papel revelador.

¿Qué sucede con la crisis que estamos atravesando? Tratemos de analizar los sentimientos que están ganando los corazones de nuestros contemporáneos, y tratemos sobre todo de examinar si nuestras disposiciones como católicos logran elevarse a la altura de nuestra fe.

˜Miedos demasiado humanos

A fin de simplificar, descubrimos tres tipos de miedos que hoy se entremezclan en casi todos los hombres, y que agotan toda su energía.

En primer lugar, está el miedo a la epidemia como tal. No se trata de discutir la nocividad del coronavirus: pero lo cierto es que nuestro mundo impío se aferra a la vida mortal como al bien más absoluto, ante el que todos los demás se inclinan y pierden su interés. Por lo tanto, y resulta algo inevitable, esta falsa perspectiva engendra una ansiedad universal e incontrolable. El mundo entero parece estar perdiendo la razón. Hipnotizados por el peligro que amenaza la prioridad entre las prioridades, literalmente en pánico, todos se muestran profundamente incapaces de pensar en otra cosa, o de elevarse por encima de una situación que les supera.

Luego está el fantasma de la crisis económica. Por supuesto, es perfectamente normal que un padre se preocupe por el futuro de sus hijos, y Dios sabe que las preocupaciones más legítimas abundan en este momento. Pero me refiero al miedo más general y, en definitiva, mucho más egoísta, de volverse un poco más pobres, de dejar de disfrutar aquello que se daba por sentado y como objeto de derechos intocables. Esta perspectiva está estrictamente vinculada a la anterior: pues si la vida en este mundo es el bien supremo, las riquezas que nos permiten disfrutarla más, o al máximo, se convierten también, inevitablemente, en un bien supremo.

A todo esto se añade, finalmente, el miedo de perder las libertades individuales, de las que los hombres han disfrutado hasta ahora. Nunca antes se había visto una conciencia tan generalizada de los “derechos humanos”.

Podríamos seguir desarrollando el análisis de este triple miedo y de todo lo relacionado con él. Únicamente diremos que su base común es fundamentalmente natural y puramente humana, y que podría resumirse en la preocupación de que nada será igual que antes de la crisis: ese “antes” se confunde y se percibe universalmente como el bienestar ideal e inalienable, que la humanidad ilustrada había conquistado gloriosamente.

Sin embargo, si analizamos a fondo este miedo y los comportamientos que provoca, encontramos paradójicamente subterfugios similares a los que utilizaban los paganos de la antigüedad para explicar cualquier fenómeno que no lograban entender. Aquel mundo antiguo, ciertamente cultivado, civilizado y organizado, pero desgraciadamente ignorante de la Verdad, recurría a los monstruos, a los dioses de todo tipo, y, sobre todo, a los mitos burdos, para traducir lo que no podía comprender. Hoy estamos siendo testigos de reacciones similares: ante el miedo y ante la incertidumbre del futuro, nace toda una serie de explicaciones que van en todas las direcciones, sistemáticamente contradictorias entre sí, y que se entremezclan sin fin. Su incoherencia se manifiesta en el hecho de que se ven continuamente superadas, en el espacio de unas horas o semanas, con explicaciones más rebuscadas, más sutiles, y aparentemente más convincentes, pero no necesariamente más verdaderas. Nos encontramos frente a verdaderos mitos, donde se mezclan elementos reales con historias ficticias, sin que se pueda captar su límite. Y vemos surgir un gran deseo de alguna solución milagrosa y utópica, capaz de disipar esas neblinas y resolver todos los problemas de una vez.

Es algo así como si reapareciera el antiguo grito de confusión, angustia y desesperación después de dos mil años, en una humanidad que se ha vuelto otra vez pagana. Y no podía ser de otra manera: esto pone de manifiesto, para aquellos que quieren ver, hasta qué punto la humanidad sin Dios se ve desamparada y condenada a la locura. Sobre todo, es notable que el hombre moderno que ha perdido la fe y, por lo tanto, ya no cree, está por lo mismo dispuesto a creer cualquier cosa sin verdadero discernimiento.

Nuestra esperanza está anclada en el Cielo

En lo que a nosotros se refiere, ¿estamos seguros de que somos completamente inmunes a este espíritu? Por supuesto, los tres temores que acabamos de mencionar son comprensibles, e incluso legítimos, hasta cierto punto. Lo que no es legítimo es permitir que tales temores impidan o ahoguen toda consideración sobrenatural y, sobre todo, que comprometan la posibilidad de aprovechar esta prueba.

No olvidemos nunca, pues, que sólo seguimos estando en la realidad y en la verdad si mantenemos una mirada de fe. Nada escapa a Dios y a su Providencia. Es cierto que, por encima de las contingencias que nos golpean, Dios tiene un plan preciso. Y recordar a los hombres su condición mortal, así como la fragilidad de sus proyectos, forma parte de este plan.

Dios muestra en primer lugar al hombre de hoy, envenenado por el positivismo (la negación de un orden divino), que la naturaleza que le rodea es obra suya y que obedece a sus leyes. Dios hace comprender al Prometeo moderno, adoctrinado por el transhumanismo (la negación de los límites del hombre), que la naturaleza que Él ha creado escapa a la técnica y al control de las ciencias humanas. Esta es una lección sumamente necesaria, especialmente hoy en día. Debemos tomarla cuidadosamente y hacerla nuestra, sobre todo porque el hombre moderno, cegado por su sueño de poder absoluto, se ha hecho incapaz de captarla. Y hemos de encontrar en ella un nuevo estímulo para adorar la grandeza de Dios y vivir íntimamente en su dependencia.

Más concretamente, ¿qué nos diría Nuestro Señor, a quien nada se le escapa, y que todo lo tiene previsto de antemano?: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe? ¿No creéis que soy verdaderamente Dios, que soy verdaderamente todopoderoso, que dirijo todas las cosas en mi sabiduría y en mi bondad? ¿Acaso hay un solo cabello de vuestra cabeza que se caiga sin mi conocimiento y sin mi permiso? ¿No soy Yo el dueño de la vida y de la muerte? ¿Creéis que un virus puede existir sin Mí? ¿Que los gobiernos pueden hacer leyes sin que Yo sea el amo? ¿Qué cosa grave puede suceder si Yo estoy con vosotros en la barca en medio de la tempestad?”

En esto radica todo el problema, es decir, en la respuesta que podemos dar a estas preguntas. ¿Está Nuestro Señor realmente en la barca de nuestra alma? Si es así, ¿tenemos realmente esa mirada de fe, que nos permite interpretar a su luz cada acontecimiento de nuestra vida cotidiana? ¿Somos realmente capaces de mantener una confianza total en Él, incluso cuando no entendemos del todo lo que está pasando? ¿Son suficientes las respuestas eternas que nos ofrece nuestra fe? ¿O sentimos la necesidad de diluirlas con aquellas otras que podemos encontrar en internet y que cambian día con día? ¿Los meses que han transcurrido han aumentado nuestra confianza en Nuestro Señor? ¿O han contribuido a replegarnos sobre nosotros mismos y a confundirnos? Cada uno de nosotros ha de responder a estas preguntas con sinceridad, ante su conciencia. 

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También hay algunos entre nosotros que temen, más allá de la propia epidemia, el estallido de una persecución a largo plazo contra el culto, y especialmente contra los cristianos. Es comprensible que se plantee este tema, pues estamos muy conscientes de que el mundo nos odia, y que tarde o temprano esto debe ocurrir, ya sea a causa de la epidemia o independientemente de ella. Es algo de lo que no escaparemos. Se trata de una verdad evangélica, anterior a cualquier predicción de la actual estampida: “Oiréis hablar de guerras y revueltas –nos dice Nuestro Señor–; se levantará nación contra nación, y reino contra reino; habrá grandes terremotos, y en diversos lugares pestilencias y hambres;... os echarán mano y os perseguirán; os entregarán a las sinagogas, os echarán a la cárcel, y os llevarán ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre” 1 .

Pero también, en este caso, nuestro miedo debe estar bañado por la luz tranquilizadora de nuestra fe: “No tengáis miedo...”2 . Estando advertidos desde hace tiempo, debemos prepararnos para ello, de modo pacífico, abandonándonos sin reservas en las manos de la Providencia, y sin buscar desesperadamente una salida. Pensemos en los cristianos de los primeros siglos en medio de la persecución: los que miraban demasiado a los perseguidores, a los instrumentos de tortura o a las fieras, olvidando al Dios del amor que les llamaba a unirse a Él, no veían más que peligro, dolor y miedo... y acababan apostatando. No les faltaban informaciones claras, pero su fe no era lo suficientemente fuerte, y no se había alimentado suficientemente con una oración ardiente: “Mirad por vosotros mismos, no sea que vuestros corazones se agobien por los excesos del comer y del beber, y por las preocupaciones de la vida, y que aquel día os sorprenda; porque vendrá como una red sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Vigilad, pues, y rezad en todo momento” 3 .

Y Nuestro Señor también nos advierte: “El siervo no es mayor que su amo. Si a Mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” 4 . En todas las pruebas existe el medio secreto y precioso para configurarnos con nuestro Salvador y modelo, y poder así “completar en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo” 5 .

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Finalmente, hay una última reflexión que puede ayudarnos a ceñirnos a la realidad y dejar al coronavirus en su sitio. Junto a esta crisis actual, la Iglesia atraviesa otra mucho más terrible y devastadora, que debe afectarnos mucho más. ¡Ay de nosotros si no lo hacemos, porque sería una señal de que ya no tenemos una mirada de fe! Esta otra crisis es, en efecto, mucho más mortífera, pues los que por su causa han perdido la fe corren el riesgo de perder su alma para siempre. A esto se añade, desgraciadamente, en la situación actual, la ausencia total de un mensaje sobrenatural de la jerarquía de la Iglesia sobre los efectos del pecado, la exigencia de la penitencia, el amor a la cruz, y la preparación para la muerte y el juicio que espera a todos los hombres. Es realmente una catástrofe dentro de la catástrofe.

Por lo tanto, en lo que respecta a nosotros, no perdamos la esperanza, que no se basa en nuestros esfuerzos ni en nuestras cualidades o análisis, por muy pertinentes que sean, sino en los méritos infinitos de Nuestro Señor Jesucristo. A Él es a quien hemos de recurrir siempre, pero especialmente cuando nos sentimos abrumados y doblegados bajo la carga. Especialmente para nosotros, que lo conocemos, supone un deber de caridad hacia aquellos que viven en una trágica ignorancia de esta realidad tan reconfortante. Si en estas horas privilegiadas queremos de verdad ser apóstoles para el prójimo, el apostolado más eficaz y adecuado consiste en brindar el ejemplo de una confianza ilimitada en la Divina Providencia. Hay un modo exclusivamente cristiano de llevar la cruz y esperar. Nuestro deseo de volver a la normalidad debe ser, en primer lugar, el de recuperar plenamente esta confianza, alimentada por la fe, la esperanza y la caridad.

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Para obtener estas gracias tan preciosas, todos nosotros, padres e hijos, redoblemos nuestro fervor en la Cruzada del Rosario que nos congrega y une, para que nuestra ardiente oración encuentre en ella la ferviente insistencia a la que Dios no puede resistirse. Por la misa y por las vocaciones, por el mundo y por la Iglesia, y por el triunfo de la Virgen María.

Esta es la verdadera forma de salir de la crisis, ¡sin esperar al final de la epidemia!

“¿Quién, pues, nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o la espada? […] Pero en todas estas cosas salimos victoriosos por medio de Aquel que nos amó. Porque estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las potestades, ni lo presente, ni lo futuro, ni la violencia, ni lo más alto, ni lo más profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que se manifiesta en Cristo Jesús, Nuestro Señor” 6 .

¡Que Dios los bendiga!

Menzingen, 2 de febrero de 2021
en la Fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen María

Don Davide Pagliarani, Superior General

  • 1Lc 21, 9-12
  • 2Lc 21, 9
  • 3Lc 21, 34-36
  • 4Jn 15, 20
  • 5Col 1, 24
  • 6Rm 8, 35-39