Nov. 2010 - Carta a los Amigos y Bienhechores n°77

Queridos amigos y benefactores:

Hace cuarenta años, el 1º de noviembre de 1970, Mons. François Charrière, obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo, firmaba el decreto de reconocimiento de la Fraternidad San Pío X. ¿Quién hubiese pensado que íbamos a atravesar estos cuarenta años como acabamos de hacerlo? El cúmulo de acontecimientos vividos por nuestra congregación desde entonces está fuera de toda imaginación, empezando por la injusta supresión que se le infligió cinco años más tarde…

¡El Cardenal Oddi resumió la razón de esta situación diciendo que Mons. Lefebvre había actuado por un amor demasiado grande a la Iglesia! Argumento sorprendente, si lo hay, para explicar una seguidilla impresionante de condenaciones. Lo cierto es que nuestra congregación ha atravesado instancias irrepetibles en los anales de la historia de la Iglesia.

La consagración de los cuatro obispos aumentó la controversia en la que la Fraternidad ha estado envuelta prácticamente desde los inicios de su fundación. Con todo, esta polémica afectó a las personas que se empeñan por conservar los principios fundamentales de la Iglesia católica. Tienen en mucha honra llevar el título de fieles y tanto aprecian estos elementos esenciales que han merecido el calificativo de “tradicionalistas”. Rechazan la anarquía, la subversión, la contestación, a pesar de lo cual desde siempre aparecen como rebeldes y como contestatarios que se oponen abiertamente a la autoridad, una autoridad que confiesan querer reconocer sinceramente y a la que, sin embargo, se oponen firmemente.

Las contradicciones que encontramos a lo largo de nuestra pequeña historia nos mueven a repetir con sentida estupefacción las palabras con las que San Pablo retrataba las pruebas por las que en su entonces pasaba:

 

Sea que nos encontremos en la gloria, o que estemos humillados; que gocemos de buena o de mala fama; que seamos considerados como impostores, cuando en realidad somos sinceros; como desconocidos, cuando nos conocen muy bien; como moribundos, cuando estamos llenos de vida; como castigados, aunque estamos ilesos; como tristes, aunque estamos siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como gente que no tiene nada, aunque lo poseemos todo” (II Cor. 6, 8-10).

Podemos profundizar aún más esta reflexión, sobre todo cuando consideramos que se nos castiga precisamente en razón de nuestra obediencia; en particular, a causa de nuestro apego a las verdades enseñadas por la Iglesia de siempre y por nuestra oposición a los errores que ella ha condenado. He allí lo que nos ha traído tantas maldiciones de parte de quienes hoy detentan la autoridad en la Iglesia, hasta el punto de que, aún hoy en día, se nos tenga o se nos declare cismáticos. Nosotros queremos difundir la buena nueva de la salvación y nuestros proyectos e iniciativas son vistos por muchos como peligrosos; la más pequeña de nuestras acciones provoca reacciones totalmente desproporcionadas. ¿Acaso se tomarían precauciones mayores si fuese del caso precaverse contra el demonio? Nosotros somos portadores realmente de ese signo anunciado por el Profeta Simeón a la Santísima Virgen María: el signo de contradicción que es nuestro Señor. Incluso si esto provoca un gran sufrimiento en nuestros corazones y una gran incomprensión, nos alegramos, todo no obstante, por participar en los sufrimientos de nuestro Señor y en la magnífica y última bienaventuranza referida por San Mateo:

 

Felices vosotros cuando seáis insultados y perseguidos, y cuando se os calumnie en toda forma a causa de mí. Alegraos y regocijaos entonces, porque os aguarda una gran recompensa en el cielo” (San Mateo, 5, 11-12).

Todo ello nos recuerda que en este mundo la Iglesia se llama “militante” porque debe siempre combatir. El fin que le ha señalado nuestro Señor y que consiste en la salvación de las almas, no se consigue sin luchar; una lucha que es esencialmente espiritual, sin perjuicio de lo cual es algo real, cuyas consecuencias temporales son más o menos marcadas según las circunstancias. Nuestro Señor Jesucristo llevó adelante una batalla definitiva contra el demonio para arrancar de su poder las pobres almas que ven la luz del mundo con la mancha del pecado original. Esta batalla es la misma de siempre; olvidarla conlleva condenarse a no comprender realmente la gran historia de los hombres. En cuanto a nosotros, llevamos todos los días las heridas de este combate, que es para nosotros motivo de gran alegría. En todas las épocas los autores espirituales consideraron que las pruebas son un buen signo e incluso un indicio de predilección. Como actualmente se hace todo lo posible para olvidar, más aún, para negar estas verdades fundamentales del combate espiritual, nos congratulamos por contribuir, en nuestra pequeña proporción, a que esta verdad siga viva en nosotros. Esto no impide que aspiremos a conseguir la paz, que llegará a su tiempo, según el beneplácito de la Divina Providencia, a la cual no tenemos que adelantarnos.

En ello seguimos a pie juntillas el camino que nos ha abierto nuestro venerable fundador, Monseñor Marcel Lefebvre. Es un camino luminoso en medio de las tinieblas de la más espantosa prueba que puede suceder a un católico, a saber, encontrarse en una situación de contradicción con las autoridades romanas e incluso con el Vicario de Cristo. Estos cuarenta años están llenos de lecciones que muestran la exactitud de la percepción de Monseñor Lefebvre sobre el Concilio, sobre las causas de la crisis, sobre la decadencia del sacerdocio, sobre el debilitamiento de la doctrina, sobre una simpatía para con el mundo y las otras religiones que jamás se vio en la Iglesia, y sobre el liberalismo. Lo mismo vale en cuanto a los remedios a aplicar, que remiten a la fidelidad a la doctrina y a la disciplina multisecular de la Iglesia. ¡Realmente, no tenemos nada que inventar! Los medios que Nuestro Señor ha dado a su Iglesia siguen siendo fecundos y siempre lo serán, por lo mismo que proceden de Dios, nuestro Creador y Salvador. La fe y la gracia están al margen de todas las circunstancias de tiempo y de lugar, de todas las contingencias, ya que están esencialmente por encima de la naturaleza humana, de sus capacidades y de sus esperanzas. Estos medios son estrictamente sobrenaturales.

He allí porqué el camino de Monseñor Lefebvre sigue siendo actual. Lo que decía hace treinta o cuarenta años es perfectamente aplicable en la actualidad. Esto nos obliga a una profunda acción de gracias a Dios por habernos concedido —a nosotros y a toda la Iglesia— semejante obispo. Poca duda cabe de que si se siguiesen en la Iglesia sus valiosas indicaciones, todo el Cuerpo Místico recobraría la salud y saldría rápidamente de esta crisis. Ahora bien, observando lo que sucede en la Iglesia, y aunque por aquí y por allá se vean atisbos de esperanza, hay que reconocer que, en general, la nave prosigue el curso que ha iniciado tras el Vaticano II —a velocidad más lenta, es verdad, con Benedicto XVI, pero a la manera como una caída libre es refrenada por un paracaídas.

Entre las lecciones que Monseñor Lefebvre nos ha dejado, queremos subrayar dos que él unía estrechamente.

La primera se refiere a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo, esto es, el título y el derecho de Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios —Creador del universo, por quien y para quien todo ha sido creado (cfr. Col. 1)— y verdadero hombre. “Todo poder me ha sido dado en los cielos y en la tierra”: Estas palabras proceden de sus divinos labios. Esta realeza indica netamente que, aún cuando la misión primera de Jesucristo apunta a salvación de los hombres, no por eso suprime otras prerrogativas que tiene y que utiliza en aras de este fin primero. ¡Cuánto más fácil sería para las almas alcanzar su salvación si la sociedad civil, embebida de los principios que le inspira el derecho cristiano, ejerciese sobre ellas una influencia benéfica a través de leyes compatibles con la ley natural y la ley eterna! No hace falta reflexionar mucho para apercibirse de los beneficios que la sociedad temporal podría y debería reportar a los hombres que la componen y que Dios ha creado, destinándolos a un fin sobrenatural. Monseñor resumió este tema en una frase lapidaria: “Como el reino de Nuestro Señor Jesucristo ya no constituye el centro de las preocupaciones y de las actividades de aquellos que nos gobiernan, han perdido el sentido de Dios y del sacerdocio”. Son palabras fuertes y muy profundan, que traducen bien el drama de la Iglesia de nuestros tiempos. A fuer de querer acompasarse con el mundo, han perdido de vista lo esencial, Dios, y a aquel a quien Dios a elegido para llevar hacia Él a los hombres, el sacerdote.

Pablo VI, al fin del Concilio, decía que la Iglesia, más que ningún otro, tenía el culto del hombre. Juan Pablo II hablaba del antropocentrismo de la Iglesia. Estas expresiones evidencian el cambio que tuvo lugar desde el Vaticano II: el hombre es el centro de los desvelos de la Iglesia. Antes —y así debe serlo por siempre, porque no puede haber otro fin— lo era la gloria de Dios, inseparablemente unida a la salvación. Servir a Dios, alabarlo, glorificarlo: he allí la razón de ser de los hombres, y por ende, la de la Iglesia. Siguiendo las tendencias del mundo, es como si aún en su Templo Dios mismo hubiese sido olvidado, reemplazándoselo por el culto del hombre.

¡Cuando las autoridades vuelvan a colocar a Dios, Nuestro Señor, en el lugar que le compete en el mundo, la restauración de la Iglesia acontecerá como por milagro! 

Es evidente que no se trata de confundirlo todo, ya que la doctrina católica siempre ha enseñado que la Iglesia y la sociedad civil son dos sociedades perfectas, distintas, cada una de las cuales tiene sus fines y medios propios. Ahora bien, esto no conlleva a eliminar a Dios de una o de la otra.

El mundo liberal y socialista quiere librarse del yugo de Dios. Nada puede ser más funesto para la criatura humana. La actual situación del mundo, que jamás, salvo hoy, ha llevado tan lejos sus aspiraciones de independencia respecto a su Creador, muestra todos los días el fracaso de sus insensatos planes. Hay inestabilidad y miedo por doquier. De hecho, ¿qué esperan los gobernantes para los próximos años? ¿Y los financistas y economistas?

“Si aún no ha llegado el momento para que Jesucristo reine, entonces tampoco vino el momento para que los gobiernos duren” (Cardenal Pie). Todas las cosas —no sólo las sobrenaturales— se fundan en Él. Un mundo sin Dios es una locura, se transforma en un absurdo. Dios es y seguirá siendo el fin común de todas las criaturas. Por ende, el mejor medio de llegar a una verdadera paz y prosperidad en este mundo radica en respetar y obedecer a Aquel que lo ha creado.

Eso es lo que la Iglesia debe recordar al mundo de hoy y es allí donde interviene el sacerdote, cuya misión nos recuerda Monseñor Lefebvre. Esa es la segunda lección, íntimamente ligada a la primera.

El mundo caído, al igual que la naturaleza humana caída, no puede hallar su perfección fuera de Aquel que le ha sido enviado por el Padre. Incluso si la misión de nuestro Señor es esencialmente sobrenatural —ya que se refiere a la salvación de los hombres, su redención, su purificación del pecado por medio del sacrificio satisfactorio de la Cruz—, se dirige a hombres que están destinados a ese fin sobrenatural y, al mismo tiempo, son miembros de la sociedad humana y civil. En consecuencia, cuando se santifican, reportan un gran beneficio a la sociedad humana. No existe ninguna oposición o contradicción en el plan de salvación; al contrario, la armonía más profunda es también la más conveniente, guardando cada uno su lugar y su orden.

El sacerdote, por tanto, entregado por entero a la perpetuación del sacrificio de Nuestro Señor, Sumo Sacerdote, dará a Dios el culto y el homenaje que le son debidos, y al mismo tiempo, comunicará a los hombres los bienes de Dios. El mundo siempre tuvo necesidad de esta mediación y ésta ha sido siempre la obra del sacerdote, que como alter Christus cumple un papel central en el futuro de los hombres.

Restaurar todas las cosas en Cristo” no puede ser una opción más entre otras; es más bien una necesidad que surge de la naturaleza de las cosas y de su condición de criaturas. Poco importa que la sociedad moderna no se muestre permeable a este discurso. Que siga sus ensueños y el despertarse le será más doloroso. Como nunca antes la Iglesia tiene algo que decir al mundo y eso será siempre lo mismo.

Los acontecimientos de estos últimos años muestran un cierto movimiento de retorno, que si bien hasta ahora es bastante tenue, no por eso es menos real. No cabe duda que la Fraternidad San Pío X puede realizar una contribución muy importante. Ahora bien, es muy difícil predecir algo más concreto en las relaciones con Roma.

En fin, queremos continuar con nuestro impulso marial, confirmar la necesidad de la consagración al Corazón Inmaculado de María y continuar con nuestra campaña de oraciones. Insistamos ante el trono de gracias de nuestra Señora; apelando a multitud de rosas, que son nuestros rosarios, ofrezcámosle nuestros homenajes, persistamos en nuestros ruegos e intensifiquemos nuestra súplica: ¡Que triunfe su Corazón Inmaculado y doloroso! Que Ella se digne acelerar la llegada de este tiempo bendito.

Sepan, queridos amigos y benefactores, que no los olvidamos en nuestras oraciones y en nuestra acción de gracias cotidiana. Que Dios les devuelva el céntuplo por vuestra generosidad, sobre todo con gracias de vida eterna, y que Él os bendiga abundantemente.

Menzingen, Primer Domingo de Adviento, 28 de noviembre de 2010.

+ Bernard Fellay

Superior General

de la Fraternidad San Pío X