¿Cómo educar a los niños para que sean honestos?

Fuente: Distrito de México

La honestidad es una cualidad fundamental, indispensable para el niño: al iluminar su conciencia, le permite progresar; le da derecho a la confianza de sus padres y de quienes lo rodean. Su enemigo polifacético es la mentira... los padres tienen la difícil misión de combatir este defecto.

Mentiras infantiles... ¿O cómo enseñar a los niños a decir la verdad?

“Educarlos para que amen la verdad”, dice el Papa Pío XII. Sobre el regazo de su madre, el niño debe respirar este amor a la verdad y aprender el respeto, la admiración y la ternura que merece un corazón recto y sincero. El mismo Jesús elogió a Natanael, “un verdadero israelita en quien no hay engaño” (Jn 14,6). También debemos transmitir a los niños el horror hacia todas las formas de mentira que ofenden a Dios, hablándoles sobre las maldiciones dirigidas por Jesús a los fariseos hipócritas (Mt 23,7), el terrible castigo sufrido por Ananías y Safira (Hechos 5). Debemos decirles que los mentirosos pierden la confianza de los demás, que causan grandes daños y desarrollan muchos vicios: “¡Joven mentiroso, viejo ladrón!” Que sientan que mentir es una verdadera vergüenza, una ruina. Estos buenos principios, si se los recordamos con frecuencia, los armarán contra la tentación.

Primero, respeten ustedes mismos la verdad y excluyan de la educación todo aquello que no es auténtico ni verdadero” (Pío XII). ¡Nuestra fuerza radica en el ejemplo de una lealtad escrupulosa! Lamentablemente, algunos padres de familia relativizan su responsabilidad en este punto. Falsos pretextos, promesas o amenazas vacías, historias inverosímiles… Los pequeños ojos fijos sobre ustedes se vuelven astutos, tramposos… ¡mentirosos! Seamos siempre honestos y rectos, sin vacilaciones ni inconsistencias. La vida cotidiana nos ofrece un sinfín de oportunidades para mostrar a nuestros niños el valor de la verdad, sin importar lo que cueste. El ejemplo es la mejor guía.

La confianza

No dejemos pasar una sola mentira… por falta de tiempo… sin intervenir. Primero, busquemos su causa. El niño intimidado utiliza este cómodo paraguas por temor, para escapar del yugo y del temible rayo. En este caso, hemos de remplazar estas consignas impuestas de forma brutal y sin explicación o esa severidad excesiva por una disciplina basada en la confianza y apelando a la inteligencia y la buena voluntad del niño. Es en este contacto alma con alma, cerca de su madre, que el niño aprende las reglas, las interioriza y se acostumbra a abrirse, a comunicar sus impresiones, incluso sus defectos. Asimismo, evitemos repetir con demasiada frecuencia… Estas restricciones, que se vuelven pesadas, pueden conducir a un uso habitual del engaño o el encubrimiento.

El niño miente también por orgullo, amor propio o vanidad. No quiere reconocerse culpable, oculta sus fechorías o intenta lucirse… con una mentira. Si se le castiga se corre el riesgo de reforzar su orgullo natural. Es mejor tranquilizarlo haciendo preguntas con calma y bien dirigidas; de este modo, obtendremos una confesión y podemos rectificar con él o ella aquello que sea falso y exagerado. Aprovechemos estas ocasiones para inculcar en nuestros niños una profunda humildad, un sencillo reconocimiento de nuestras cualidades y miserias. Un excelente medio para desarrollar esta honestidad es el examen de conciencia, por las noches, en familia. La lealtad de los más pequeños siempre impresiona a los adultos. Asimismo, el juego, bajo la vigilancia de los padres, es también un buen ejercicio para practicar la lealtad. ​

El precio de la verdad

El niño miente también por egoísmo, para satisfacer sus pasiones: pereza, envidia, venganza, robo… Es necesario que el niño sepa que cada vez será severamente castigado, porque la falta más grave, mucho más que la pereza, es la mentira, el hecho de engañar a los que amamos. ¡Este pecado se puede convertir en un hábito si no se reprime severamente y cubrirá muchos otros pecados! Si la mentira es evidente, castiguemos con firmeza sin dar más detalles y manifestando al niño nuestro dolor. Si no se tiene plena seguridad de que está mintiendo, pongamos al niño ante su conciencia y ante Dios, a quien no puede engañar. Apelemos a su valentía para aceptar las consecuencias de sus actos, los posibles castigos. Y para evitar una repetición de la fechoría, si obtenemos una verdad costosa, no dudemos en suavizar, incluso suprimir el castigo si el niño confiesa su falta inmediatamente. “Una falta confesada es a medias perdonada” dice el proverbio.​

Cuando era niño, Washington estropeó un cerezo golpeándolo con un hacha; su padre, terriblemente enfadado, buscó al autor del daño. Washington respondió con sencillez: “Padre mío, no quiero mentir; fui yo quien lo hizo”. “Tu franqueza”, respondió el padre profundamente conmovido, “vale más que cien cerezos”. Abrazó a su hijo y le perdonó todo castigo.