Dios no nos llama a vivir en una mediocridad honesta

Fuente: Distrito de México

Es un error común entre los cristianos (laicos o sacerdotes) creer que la vida mística está reservada a una élite. Cuando escuchamos la palabra “misticismo” casi siempre pensamos en gracias extraordinarias como la levitación durante la oración. Según esta opinión, por un lado, estaría el cristiano común y corriente que solo podría aspirar a una vida cristiana honesta (pero en general mediocre) y, por el otro, una pequeña élite a la que Dios reservaría la vida mística, que creemos llena de favores extraordinarios. Sin embargo, nada más lejos de la concepción tradicional de la vida cristiana, admirablemente esclarecida por el Padre Garrigou-Lagrange, O.P. en su libro Perfección Cristiana y Contemplación.

En realidad, todo cristiano recibe en el bautismo un “organismo espiritual” llamado a desarrollarse y no a permanecer en estado vegetativo: la gracia santificante acompañada de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Al comienzo de la vida cristiana (llamado camino purgativo), son necesarios esfuerzos personales para establecer virtudes sólidas y desarraigar los vicios, aquí la influencia de los dones es más bien latente y rara. Si el alma continúa con sus esfuerzos, las virtudes se fortalecen y la influencia de los dones comienza a manifestarse: este es el umbral de la vida mística (camino iluminativo). Finalmente, si el alma persevera y permanece dócil a la gracia de Dios, alcanza virtudes eminentes, practicadas bajo la influencia ya habitual de los dones (camino unitivo). Entendemos así que la vida mística no está reservada a una élite: es simplemente el pleno desarrollo de la gracia de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo, y consiste precisamente en vivir habitualmente bajo la influencia de los dones. San Pablo lo expresa de la siguiente manera: “Los que son guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom. 8, 14).

No nos equivoquemos: Dios no nos llama a una mediocridad honesta sino a la perfección de nuestra vocación de hijos de Dios, bajo la influencia habitual del Espíritu Santo.

Padre Guillaume Scarcella, FSSPX